Pánico
Después de una hora de suplicio
dando vueltas por el barrio, Arturo consiguió aparcar su coche. Era lo que peor
llevaba de vivir en aquella zona.
La cena con Rebeca se había alargado
hasta pasada la medianoche.
Antes había asistido a una reunión de vecinos en calidad de propietario del 5A
y aún retumbaban en su cabeza, con tediosa persistencia, las voces de algunos
individuos que defendían la contratación de un vigilante durante las
veinticuatro horas del día. Los más fanáticos argumentaban que redundaría en
beneficio de todos. Se trataba de mejorar el bienestar general. Pero no
comprendían que la comunidad no podía asumir ese gasto.
–¿Por qué tenemos que pagar todos
los propietarios los miedos de unos pocos? –dijo Arturo con el ánimo encendido,
harto de pagar derramas–. El que no se sienta seguro por las noches, que duerma
con una pantera a su lado.
Igual que él se las ingenió para
hacerlo durante cinco años sin levantar sospechas.
Después de sus palabras, se hizo el
silencio. Aún recordaba con una satisfacción que rozaba la vanidad algunas
caras de espanto. Nadie le contestó. Rebeca se reía al narrarle con tanto
entusiasmo aquella aventura vecinal. Le gustaba observar sus gestos. Ser su
cómplice.
Arturo se encaminaba hacia su casa
cuando, a escasos veinte metros del edificio, la vio. Pronto distinguió en
aquellos rasgos felinos a Lenka. ¡Era Lenka!
Llevaba aquel nombre en honor a una novia eslava con la que
compartió cama y casi un proyecto de futuro común años atrás, cuando a punto
estuvo de perder su preciada soltería.
Lenka
permanecía expectante, en una zona ajardinada, difuminada por una sombra
casual. Su mirada de hielo estaba clavada en él, en los pasos que daba. Arturo
se cercioró de que la pantera todavía seguía inmóvil, vigilante. Redujo su
marcha y analizó a la bestia que no perdía detalle de sus movimientos. Lenka
mantenía aquella cómoda postura en la que solía descansar, con la cola estirada
hacia atrás y las patas delanteras extendidas, sin que su inquietante mirada
hacia Arturo perdiera un ápice de intensidad. No tenía muy claro para qué había
regresado, pero una de las hipótesis que pronto empezó a barajar es que lo
había hecho para intimidarle, para provocar miedo. ¿Por qué no un susto para
celebrar mi vuelta?, se habría preguntado la pantera. Pero Arturo no se iba a
dejar arredrar fácilmente. Creía conocer los mecanismos adecuados para doblegar
a ese ejemplar de unos dos metros de largo, sin contar la cola, con manchas
amarillas, rodeadas de otras semicirculares negras; una bestia en comparación
con aquel pequeño felino encantador que un día trajo a casa para paliar los
efectos de una ingrata soledad, una bestia que se limitaba a observarle con sus
pupilas dilatadas, amenazadora. Lenka, cariño, dijo un Arturo a quien el corazón
le empezaba a latir cada vez más deprisa. El animal no se movió, ajeno a su
comentario, como si ya hubiera reconocido a la persona que durante algunos años
le dio de comer y le ofreció un cobijo acogedor y aún sintiera muy vivo el
resentimiento por la inesperada despedida de días atrás. Lenka, cariño,
tranquila, no pasa nada, somos amigos, ¿verdad?, dijo Arturo, conciliador. La
pantera, como si hubiese entendido lo que le acababa de decir, cabeceó
levemente y emitió un bostezo seguido de un ronroneo. Apoyó su enorme cabeza sobre
las patas delanteras. El animal arrugó el hocico y abrió la boca como si
estuviera aburrido o se estuviese desperezando. Arturo vio su dentadura y los
dientes perfectamente afilados, como un escuadrón de la muerte, esos dientes que
tantas veces había cepillado, eliminando caries engorrosas. ¿Era un modo de
presentarle sus credenciales? ¿Quería recordarle que, aunque Arturo fuera una
persona inteligente, ella tenía más fuerza que él? Fue la primera vez que el
joven sintió miedo. Cada paso que daba era una estación menos para alcanzar la
salvación que suponía entrar en el portal.
–Buena chica, Lenka. Buena chica,
ahí quieta, ahí quietecita. Muy bien, buena chica. ¿Has visto lo buena que
eres?
Cuando
ya estaba a escasos metros del portal, la pantera levantó la cabeza.
–Tienes que entender que ya eras
demasiado grande para vivir en un piso, que cada día se me hacía más difícil
ocultar tu presencia a los vecinos. Además, mi intención era iniciar una nueva
etapa en mi vida, y…
A pesar del frío que hacía aquella
noche, Arturo sintió por su rostro tensionado unos hilillos de sudor, hebras de
un angustioso miedo que también empezaron a correr por su espalda rígida. Su
principal objetivo era alcanzar el portal, entrar en él antes de que la bestia
se decidiera a arrancar y lograra abalanzarse sobre su cuerpo. Arturo siguió
avanzando hacia atrás, distanciándose de la pantera, deseando no toparse con
ningún obstáculo. Una caída sería letal. El joven ejecutivo no dejaba de mirar
aquellos ojos que tantas veces había fotografiado y que incluso había puesto
como salvapantallas en el ordenador. Aquellos ojos ya no transmitían cariño y
ternura, sino una rabia y una ira enfundadas en un odio visceral hacia su
persona. Al llegar a la altura de una papelera en la que arrojaba la
correspondencia basura de bancos y publicidad supo que ya estaba más cerca del
portal que de Lenka. Sin embargo, seguía sufriendo las acometidas de aquella
mirada penetrante que reclamaba venganza a través de las sombras diluidas en la
calle. Arturo percibía en aquella mirada que su suerte estaba echada. No
obstante, no quería rendirse.
–Así me gusta, Lenka. Buena chica,
¿has visto qué buena eres?
Arturo se detuvo un instante para
coger las llaves de un bolsillo del abrigo y empezó a buscar, tanteando con los
dedos, la que abría la puerta. Calculó que apenas debían de quedarle cinco
metros para alcanzar su objetivo. Entonces estaría salvado. Los barrotes de
hierro que cubrían las puertas serían un obstáculo insalvable para Lenka. Pero
de momento tenía que andarse con cuidado. Estaba en una fase decisiva. Aún no
podía cantar victoria. Aunque la distancia que le separaba de la pantera le
hiciera albergar la esperanza de que iba a salvarse, también era consciente de
que aquel tramo podría recorrerlo en un abrir y cerrar de ojos. Arturo se
alegró al dar con la llave. Siguió avanzando hacia su salvación.
–Buena chica, Lenka, buena chica.
Arturo subió un peldaño y,
manteniendo la vista fija en el gigante felino, intentó abrir la puerta, pero
no fue capaz. Estaba nervioso. No acertaba a introducir la llave en la ranura.
Era un acto que había hecho decenas de veces, que intuía que, en unas
condiciones normales, sabría hacerlo incluso con los ojos vendados, a ciegas,
sí, a ciegas, pero ahora las cosas eran muy distintas; era la primera vez que
lo hacía en una situación tan crítica, con una pantera que ya no era su animal
de compañía y que observaba cada uno de sus movimientos dispuesta a atacarle en
cuanto tuviera el menor descuido. Se dio la vuelta para facilitar la maniobra
y, justo en ese instante, la pantera se incorporó e inició su carrera. Arturo
no la vio venir pero, en aquellos segundos interminables, pudo escuchar su
enérgica cabalgada, poderosa; se dirigía hacia él no precisamente para
juguetear. Al fin, sintiendo la magia de un instante grandioso, introdujo la
llave cuando ya podía sentir el aliento de Lenka en su espalda. La giró,
accedió al interior del portal y, cuando cerraba la puerta cayendo de espaldas
sobre ella, el animal llegó a su altura. Únicamente les separaba un enrejado de
hierro y una lámina de vidrio. Pero ya estaba a salvo. Arturo giró la cabeza y
pudo ver el gesto de odio de la pantera a través de aquella mampara, por el
hueco de dos barrotes. El animal intentó introducir sus garras entre los
hierros, pero lo único que consiguió fue descascarillar levemente una capa
superficial de pintura. La pantera le miraba con resentimiento, reprochándole
lo que había hecho con ella, como si tuviera sed de venganza, como si este
hecho aislado hubiese sido solo un aviso para que, a partir de entonces,
estuviera en alerta.
Arturo,
abatido, se dejó caer sobre el felpudo, observando que el gesto de la pantera
había cambiado la docilidad y el cariño de antaño por una retadora mueca de
odio. Cuando Lenka se cansó de arañar los barrotes, se marchó. Arturo la vio
perderse entre las sombras de la calle, hacia un descampado, sin prisas.
Después de varios minutos con la mirada ausente, derrumbado, se levantó al ver
a un vecino que le miró con extrañeza, recordando a ese desaprensivo del 5A que
se negó a contratar un servicio de vigilancia durante veinticuatro horas;
sintió que sus piernas aún le temblaban después del miedo sufrido.
Al llegar a casa, se dio una ducha
y, cuando entró en el dormitorio, se dejó caer derrumbado sobre la cama.
Aquella noche apenas pudo conciliar
unos minutos el sueño pensando en Lenka y, por la mañana, antes de salir a la
calle, desde el portal, observó su entorno más que nunca y, cuando se cercioró
de que la pantera no merodeaba por los alrededores, corrió hacia el coche,
temeroso de que aún pudiera surgir Lenka de algún rincón inesperado. Pero había
demasiada gente por la calle como para que la bestia se atreviera a abandonar
su escondrijo.
Arturo
tuvo un día caótico en la oficina. No consiguió concentrarse e incluso algunos
compañeros bromearon con su rostro decaído. Todos preguntaban con ironía por la
víctima, ¿la nueva de Compras o tal vez un valor seguro, Rebeca, siempre y
cuando hubiera obtenido el beneplácito del director de la empresa, con quien se
decía que estaba liada? Pero Arturo no les siguió las bromas. Él solo pensaba
en la fortuna que había tenido la noche pasada al librarse de un ataque mortal.
Además, el pánico se había ubicado en su ánimo y, mientras no viera al animal
muerto, no podría vivir tranquilo. Tenía que hallar la manera de librarse de
Lenka. Días antes ya lo había intentado y, a juzgar por la experiencia que
había vivido el día anterior, sin mucho éxito.
Su
relación con Rebeca avanzaba a pesar de las voces altisonantes que se
pronunciaban en contra de aquella pareja. La joven le había planteado en varias
ocasiones la posibilidad de dejar la casa de sus padres para marcharse a la de
él e iniciar una prometedora vida en común. Ya estaba cansada de encuentros
esporádicos en hoteles frívolos. Quería dar un paso más y acallar así a los
difamadores y envidiosos de la empresa que parecían empeñados en querer
destruir su bonita historia de amor fomentando la infamia y la rumorología. Pero
Arturo no les daba crédito y siempre encontraba la excusa perfecta para salir
airoso de las a veces comprometedoras situaciones a las que se veía abocado.
Otro asunto muy distinto era que Rebeca se fuera a vivir a su casa. No le había
hablado de la pantera y tampoco quería hacerlo. Estaba confundido, no sabía
cómo actuar. Sin embargo, al fin, después de meditarlo durante algunos días,
concluyó que quería deshacerse de Lenka. Ambas nunca podrían llegar a vivir
juntas. Eran incompatibles. Además, un animal tan grande en casa era un
estorbo. Devoraba cantidades ingentes de carne y últimamente se mostraba poco
sociable, con cierta aspereza. Quizá intuía que había una persona más importante
en la vida del joven; debía de creer que ya eran muy escasas las atenciones que
le prestaba. Lenka era una bestia a la que no podía sacar de casa por el terror
que podría infundir y, además, desde que se había habituado a echarse la siesta
en el sofá todos los fines de semana, Arturo había quedado desplazado a un
sillón viejo y desvencijado. Pensó subirla al todoterreno y, con el rifle de
caza, sacrificarla sin escrúpulos en un descampado. Pero pronto creyó que no
tendría el valor suficiente como para apretar el gatillo contra ella. También
pensó donarla a un safari o a un zoológico, pero entonces le pedirían los
papeles reglamentarios de la posesión del animal y se buscaría un problema. Al
fin, se decidió por subir a Lenka al coche una madrugada y llevarla a un páramo
yermo, próximo a una zona de riscos deshabitada. Al llegar al lugar elegido,
abrió la puerta y la bajó. Él se encerró en el interior, desconfiando de una
Lenka que, empujada por un arrebato de furia, pudiera atacarle. Arturo era
consciente de que no estaba actuando de un modo correcto. Pantera y amo se
observaron, se analizaron y se dijeron adiós con la mirada. Arturo sintió una
emoción asociada a la nostalgia; cinco años de convivencia con aquel animal no
se olvidaban fácilmente. Lenka había sido una pantera dócil y mansa. Pero
llegado el momento de tomar una decisión vital para su futuro, Arturo no tuvo
compasión de ella. Sin pensar más veces si había tomado la decisión apropiada o
no se alejó de aquel lugar sombrío.
Arturo no tuvo en cuenta la
avalancha de recuerdos y sentimientos contradictorios que le invadirían cuando
ejecutase su plan. Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, dando vueltas
de un lado a otro de la cama, se sintió más solo que nunca, pero para hacer
frente a las embestidas de su conciencia decidió que, a partir del día
siguiente, empezaría a organizar la casa sin la presencia de Lenka y pensando
en el próximo embarque de Rebeca. Comenzó a deshacerse de todas las
pertenencias de la pantera y, durante los cuatro días siguientes, al salir de
la oficina, fue haciendo limpieza general, llamando a los pintores y decorando
el piso con la ayuda de Rebeca. Solo con decisión y con firmeza podría empezar
una nueva etapa en su vida. Era el momento de ser valiente, de no flaquear, de
mirar con ilusión y optimismo al futuro, de esperar que los años venideros
fueran los más felices.
Pero ahora Lenka había regresado y
tenía que quitársela definitivamente de encima si no quería que fuera ella la
que, en un ataque de rabia, acabara con él.
Aquella noche aparcó después de dar
varias vueltas al barrio y asegurarse, observando matorrales y setos, de que
Lenka no andaba por allí. Ni rastro del animal. Encendió varios cigarros y los
fumó en el coche con tranquilidad. No tenía prisa. Estudió la distancia que le
separaba del edificio. Saldría corriendo con la llave preparada para ponerse
rápidamente a salvo dentro del portal.
Antes de salir del coche, echó un
último vistazo furtivo a su alrededor y sintió cómo el corazón latía
enloquecido en el interior de ese pecho sobre el que tantas noches había
dormido acurrucada la pantera. Cogió el abrigo, cerró el automóvil y empezó a
correr. Fatigado, como si hubiese realizado el esfuerzo más importante de su
vida, introdujo la llave en la ranura aún con el corazón palpitándole a mil
revoluciones. Pero no cantó victoria. Hasta que no estuviera en el interior del
portal no se sentiría a salvo. Giró la llave. Dio un punterazo a la puerta y ésta
se abrió, como siempre. Arturo resopló. Sintió el alivio de verse salvado. Sin
embargo, antes de dar el paso hacia el interior, de un voladizo de hormigón
armado, como si se tratase de una araña que se desprendía prendida a su hilo,
cayó la pantera. Le había esperado agazapada, sirviéndose de las sombras que la
valían de trinchera. Arturo se quedó blanco, con la boca abierta. Hizo un gesto
instintivo de defensa cubriéndose el rostro con el brazo a modo de escudo, pero
esta protección resultaba inoperante, ridícula, pueril, si Lenka decidía
atacarle. De momento, la bestia, agresiva, lanzó al aire un primer zarpazo
mostrando sus armas, no dispuesta a permitir más concesiones. Ya había sido
demasiado benévola la noche anterior. La puerta se cerró tras un Arturo que
quedó desamparado, sometido a la voluntad de la pantera que, entonces,
sabiéndose superior, mostró su dentadura como si fuera un arma lo
suficientemente destructiva y poderosa. Arturo le lanzó el abrigo. Lenka lo
apresó al vuelo y se entretuvo durante unos segundos en convertirlo en un
amasijo de hilos. Arturo aprovechó ese tiempo para coger de nuevo la llave e
insertarla en la ranura. Pero entonces Lenka le lanzó un zarpazo por la
espalda. Arturo solo pudo esquivarlo levemente. Las garras de la pantera se
llevaron parte de la ropa y de su piel. Luego vino un dolor terrible.
–¡Te mataré, hija de puta! ¡Te
mataré! ¡Te juro que te mata…!
Y antes
de que pudiera acabar la frase, la pantera clavó sus dientes en el pantalón y
tiró de él. Arturo se agarró a los barrotes y giró la llave. La puerta que
habría de llevarle al paraíso se abrió. Pero la pantera tiraba de él. Lenka
comenzaba a ganar terreno. Arturo pudo sentir el hocico y el roce de sus
afilados dientes en contacto con su pierna. Sintió que quemaban, como ascuas.
En un instante que la pantera se deshizo de los restos del pantalón, Arturo
aprovechó aquella libertad que le brindaba la bestia para empujar la puerta,
introducirse en el portal y cerrarla de golpe antes de que Lenka y su furia le
embistieran.
Arturo se dejó caer sobre el felpudo.
Permaneció allí un rato, convenciéndose de que tenía que ser fuerte, que no
podía verse doblegado por un animal al que, si bien era físicamente superior a
él, con inteligencia sabría cómo vencer. No podía rendirse ante el dolor y el
miedo que Lenka intentaba causarle. Él era más astuto, aunque frente a ella se
sintiera indefenso.
Cuando llegó a casa, se desnudó para
curarse las magulladuras y se dio una ducha. Al rato sonó el móvil. Era Rebeca.
–Hola, Arturo. ¿Te apetece quedar
esta noche?
Arturo pensó durante unos segundos
la forma más diplomática de rechazar su oferta y, cuando al fin la tuvo clara,
se la dio.
–No admito una negativa por
respuesta; después de cinco meses juntos y de conocerme todos los restaurantes
de la ciudad, he pensado que, ahora que ya hemos terminado de ambientar el que
será nuestro hogar, podríamos improvisar una cena romántica en tu casa para
celebrar el próximo fin de tu soltería; me he tomado la libertad de comprar yo
el vino –dijo Rebeca entre divertida y melosa.
–¿Cómo?
–Que estoy aquí abajo.
Arturo abrió deprisa, espantado de
repente por la idea de que Lenka aún estuviera merodeando por la zona,
reconociera en ella algún rastro de él y la atacase.
–¿Qué te ha pasado? –preguntó Rebeca
al verle herido.
–Fui a correr por el parque y me
caí. Nada. Son unos arañazos sin importancia.
Ni la presencia de Rebeca, de quien
cada día se sentía más enamorado, ni el hecho de que por primera vez cenaran en
su casa pudieron apartarle de la mente a la pantera. Mientras anduviera por ahí
suelta, su vida correría un grave peligro. No obstante, intentó disfrazar su
angustia con una sonrisa y unas caricias que, en modo alguno, ocultaban su
verdadero pánico, un pánico visceral que no le impidió acabar en la cama con
Rebeca después de picar algo de fiambre y una ensalada en compañía de la
botella de vino.
–No has sido tú, Arturo –dijo Rebeca.
En el
rostro del joven se dibujó un interrogante.
–No sé
cómo decirte. Has estado ausente.
–Habrán
sido los nervios de la primera vez en mi casa –dijo Arturo, sin poder evitar
que, cuando pronunciaba aquellas palabras, su pensamiento se desviara hacia la
pantera. Empezaba a tener la desesperante convicción de que se había equivocado
al dejarla abandonada en aquel descampado. Había sido cruel y ahora esa
crueldad se la devolvía Lenka en forma de un odio y una rabia enconados.
Al día
siguiente, desayunaron juntos y juntos fueron a la oficina. Los murmullos se
generalizaron al verles aparecer al mismo tiempo.
Aquella
mañana, Arturo se parapetó en los intensos sentimientos que empezaban a unirle
a Rebeca, la chica más maravillosa del mundo, y en los datos que debía analizar
un día más frente a la pantalla del ordenador, para intentar deshacerse del
estrés añadido que le provocaba el regreso de la pantera a su vida.
–Te
quiero –improvisó durante la comida un Arturo deseoso de olvidar la angustiosa
situación que estaba viviendo y de centrarse en su relación con la mujer a la
que amaba.
Rebeca
se emocionó. No pudo evitar que unas lágrimas de felicidad rodaran por sus
mejillas. Pero a Arturo no le gustó aquel llanto que pronto relacionó con
Lenka. Le inquietaba pensar que la pantera pudiera atacarla. Una agresión como
la que había sufrido él podría acabar con la vida de la joven en un instante.
“Tengo que terminar con la pantera”, pensó mientras besaba a Rebeca, ajeno a lo
que pudieran decir las lenguas viperinas de la empresa. La abatiría con el
rifle. Sería un disparo sencillo y rápido.
–¿Qué te
parece si me voy a vivir a tu casa esta misma noche? –preguntó Rebeca, con
dulzura.
Arturo
no se esperaba aquella propuesta tan atrevida.
–No me
lo he planteado aún. No creo que sea la mejor opción –contestó Arturo, de
repente nervioso.
A partir
de esta negativa, se enzarzaron en una discusión que vieron varios compañeros
de la empresa. Arturo tuvo la tarde entera para recapacitar y darse cuenta de
que su contestación había sido errónea. Él era el primero que estaba deseando
que Rebeca se fuera a vivir a su casa, pero ella estaba enfadada y no quería
hablar con él. Entonces Arturo se marchó a poner en práctica su plan. Después
de aparcar, desde el interior del coche, cogió el rifle que tenía en el
maletero. Cargó el arma y esperó a que Lenka apareciera una noche más. El joven
observaba a través de las ventanillas. Pero la pantera no aparecía. Tampoco era
una novedad. Ella sabía dónde refugiarse para sentirse segura del objetivo de
Arturo. Mientras esperaba, llamó a Rebeca al móvil. Quería disculparse. Pero
Rebeca no se lo cogió. Arturo pensó que aún estaría enfadada. Le envió varios
mensajes pidiéndole perdón y, al fin, salió del coche con cautela, encadenado a
un miedo atroz, aunque decidido a acabar definitivamente con aquella pesadilla.
–Lenka,
cariño. ¿Dónde estás?
Caminó
entre los coches, ganando terreno en busca del portal. Algunos vecinos le
observaron alarmados y llamaron a la Policía. La pantera seguía sin aparecer al
reclamo de Arturo. El joven no quería confiarse, analizaba cada sombra, cada
tramo de luz, con la precisión de un lunático; la noche anterior, cuando
pensaba que ya se había librado de ella, surgió de repente. Pero en aquella
ocasión no le daría opción. No habría treguas. Cara o cruz.
–Lenka,
cariño. ¿Hoy no vas a venir? Anda, ven. Sé buena.
Y
entonces la pantera surgió de entre los setos en penumbra de un jardín próximo
con parsimonia, sin mostrar un ápice de agresividad, portando entre sus dientes
algo. El animal llegó con docilidad hasta su altura y, para asombro de un
Arturo cuyos músculos se habían entumecido de repente, impidiéndole apretar el
gatillo, dejó a sus pies la cabeza de Rebeca. Tenía los ojos abiertos al máximo
y su expresión reflejaba una cruenta agonía. Por el perímetro de su cuello
rodaban algunas gotas de sangre hasta fundirse en un mismo punto del que surgía
un hilo teñido de muerte y desolación. Arturo, sintiendo en su pecho la
opresión de una angustia cruel, incapaz de exteriorizar unos sentimientos que
le asfixiaban, cayó al suelo flexionando las rodillas, derrotado, sin apartar
la mirada de aquellos bonitos ojos sin vida. Con la mansedumbre de otro tiempo,
Lenka se marchó hacia la penumbra de la que había surgido. Solo entonces,
Arturo escuchó muy próximo el sonido de una sirena. Era una patrulla de
Policía.
Arturo
sintió frío.
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