lunes, 30 de septiembre de 2013

PRIMER PREMIO 2012 "LA DESPEDIDA" DE MANUEL FRANCISCO RODRIGUEZ GARCÍA


La Despedida
 
 
 
Las luces de la estación del Norte titilaban en los rostros de la gente que permanecían aún en el andén. Fue necesario que la máquina soltara un largo pitido, acompañado de una gruesa columna de humo, para que los viajeros más rezagados se despidieran de sus familiares y amigos y subieran por fin al vagón. Un muchacho con aspecto enfermizo abrazó a un hombre que podía ser su hermano y se agachó para coger la maleta imbuido de esa nostalgia que algunos viajeros sienten por lo que dejan atrás incluso antes de partir.

El expreso había empezado ya a moverse cuando un grupo de soldados entró a la carrera en el andén. Todos con el petate al hombro. Impacientes, sin duda, por regresar a sus casas.

Algunos de sus compañeros, agolpados contra las ventanillas, les gritaban:

─Pero dónde coño os habíais metido.  

Una señora suspiró aliviada después de ver cómo el último soldado subía por fin al vagón.

Cuando el convoy cogió velocidad, olvidado ya el alboroto de la partida, los soldados fueron ocupando sus asientos y un cálido murmullo recorrió todo el pasillo. Hundida en la penumbra de uno de aquellos compartimentos, con el abrigo abotonado hasta el cuello, las manos entrelazadas sobre el regazo, una mujer despegó ligeramente los labios, como si quisiera decir algo, pero no dijo nada. Sólo respiró profundamente y cerró un instante los ojos, el tiempo suficiente para acordarse de algo que no era capaz de olvidar. A su lado viajaba su marido, capitán de infantería en la reserva después de fracturarse una rodilla (tras la operación le quedó una leve cojera) en unas maniobras realizadas en la primavera de 1936. Pulcramente vestido, el capitán se acariciaba el mentón, la vista fija en la ventanilla, mientras el expreso abandonaba Madrid.

“Sólo son unos críos”, pensó la mujer al ver llegar a los soldados. Sus capotes olían aún a pólvora y a hoguera cuando los desplegaron sobre las rejillas destinadas para el equipaje. Los últimos, sofocados aún por la carrera, le contaban a sus compañeros la causa de su retraso mientras buscaban un lugar donde sentarse.

La mujer giró la cabeza hacia la ventanilla y comprobó el tenue reflejo de su rostro en el cristal. Su marido aprovechó para cambiar de postura ―le dolía un poco la rodilla― y sacar la petaca, decidido a liar otro cigarrillo. Los dos sabían que esa ciudad que ahora dejaban atrás nunca sería como aquélla en la que se conocieron…

Fue en mayo, vísperas de San Isidro. Él acababa de licenciarse en la academia militar y ella ayudaba en la cocina de una fonda situada en la glorieta de Atocha.

Antes de prensar mejor el tabaco, mojar un extremo del papel y encender el cigarrillo, el capitán recordó los primeros compases de la orquesta, su valor y su miedo cuando cruzó hasta donde estaba ella (llevaba un rato observándola) y la sacó a bailar. Lo primero que sintió la muchacha al abrazarse a él fue un calor extraño en las mejillas. Nervios, le confesaría ella más tarde. Aún así, y a pesar del apuro que le producían su estatura y su uniforme, se dejó llevar con gracia, convencida de que hacían buena pareja.  

A las pocas semanas de aquel baile en la verbena de San Isidro ya eran novios. Casi dos años después, se casaban en la iglesia de San Cayetano, situada en la calle Embajadores, y se iban a vivir al Paseo de las Delicias. Un entresuelo con un pasillo estrecho y dos habitaciones ―la cama era grande, la cuna prestada― donde nacería su primer hijo. El chaval tenía los ojos muy juntos, negros como los de su padre. Aunque la boca y la barbilla todos decían que eran de la madre…

 

(A Julián, el mayor, lo mataron un domingo a la puerta de la iglesia después de decir su última misa. Hacía semanas que una algarabía de malditos recorría la ciudad con ese aire fatal que anuncian las calaveras. Antes del fuego y la sentencia se oyeron frases rimadas con gesto chulesco además de algunas carcajadas con olor a vino. Hincado de rodillas en uno de los extremos del altar, justo al lado de un San José al que los villanos habían arrancado de su sitio con la ayuda de una soga, el cura rezó y se acordó de sus padres sabiendo que ya no le quedaba mucho tiempo. Tenía los ojos fijos en la imagen de la Virgen cuando alguien le disparó un tiro a bocajarro.)

 

Uno de los soldados descorrió la cortina y se entretuvo en observar a sus compañeros, que hablaban y compartían cigarrillos en el pasillo del vagón. Apartado del grupo, con la mirada perdida, otro soldado se llevaba la mano a los ojos y asentía con la cabeza. Quizá conversara con algún amigo muerto o se acordara de algún familiar.  

La mujer sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y se sonó la nariz. Luego tragó saliva y apoyó la cabeza en el hombro de su marido. Carraspeó antes de empezar a hablar. Tras escucharla, el capitán hizo un breve comentario, convencido de que aquello era una auténtica locura.

Su mujer le tapó la boca con la mano y comentó:

―No insistas, por favor.

Continuaron el viaje en silencio. Lo dos sabían que tampoco necesitaban más palabras para aquella despedida.

El capitán siempre se había considerado un hombre tenaz, inflexible a la hora de dirigir a los soldados, escrupuloso con el cumplimiento de las normas ―un poco rígido a veces, pensaba su mujer― pero esa noche, camino del último de los destinos que la vida le tenía reservado, no sabía muy bien cómo debía comportarse. Atrás quedaba ya esa ciudad en la que se había hecho militar a las órdenes de una bandera y unos mandos que acababan de volver de Cuba acomplejados. La misma a la que regresaría con toda la familia después de los diferentes traslados que le tocó cumplir ―Segovia, Burgos, Toledo, Sevilla― desde que saliera de la Academia Militar y pasara su periodo de prueba en el cuartel de la Montaña.

En Segovia, precisamente, nacería su segundo hijo…

 

(A Manuel, secretario del ayuntamiento de Nava del Rey durante la República, los falangistas lo arrastraron por el pueblo enganchado a la montura de un caballo y luego, cuando se cansaron de dar vueltas y jugar al escondite entre las sombras de la plaza, dejaron su cuerpo a la puerta de la casa de su mejor amigo, convencidos de acabar para siempre y de una vez con ese mal que tanto daño le estaba haciendo a España.)

 

Uno de los soldados, con diferencia el más alto, dormía recostado en un rincón aunque no dejaba de mover las piernas. El muchacho parecía inmerso en un mal sueño del que no sabía cómo escapar. Su rostro a veces se crispaba y de vez en cuando soltaba algún manotazo. Molestos con él, sus compañeros decían que así era imposible dormir.   

En la oscuridad del compartimento, la mujer cogió la mano del hombre con el que había vivido treinta y ocho años y once meses y la posó con cuidado en su mejilla.

Nada más sentir aquel calor en la cara, comentó:

―Muchas gracias por todo.

El capitán se giró en el asiento y encendió el mechero para poder verla mejor. Aquella era la primera vez que se miraban a los ojos desde que salieran de Madrid.

―¿Por qué lo haces? ―preguntó él.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y una mueca de disgusto arrugaba su frente.

─Sólo te pido que cuando baje del tren no intentes seguirme ―murmuró ella.

Se abrazaron y viajaron así durante muchos kilómetros, ajenos a cualquier contratiempo que pudiera mitigar tanto dolor. Tristes por todo eso que no se merecían, que nadie se merece...

 

(Soledad fue una niña preciosa que se casó muy joven ―estaba embaraza― con un guardagujas de la RENFE al que fusilaron al poco de empezar la contienda. Serían los mismos que la dejaron viuda quienes se acercarían hasta su casa al día siguiente y la obligarían a subir a una furgoneta que la llevaría a la cárcel. Ella se resistió como pudo, incluso los amenazó con un cuchillo mientras trataba de saltar por la ventana de la cocina de su casa. Amordazada, con las manos atadas a la espalda, lograrían subirla por fin a la furgoneta. Ya en la prisión, las funcionarias le cortaron el pelo. Días después, sería acusada de unos delitos que ella trató de negar. Según la fecha que aparece en el certificado, justo a la firma del médico, murió de una pulmonía a las dos semanas de entrar allí.)

 

Las estaciones se ofrecían a los ojos de los viajeros como lugares inhóspitos, mal iluminados, en los que casi no había nadie. Sólo alguna sombra se colaba de vez en cuando por las rendijas de la noche intentando no llamar mucho la atención. Fantasmas que buscaban a tientas un asiento donde encogerse y dormitar. Cuando el jefe de estación, bandera en mano, saludaba con un gesto al maquinista después de recoger la saca del correo el ten volvía a ponerse en marcha.

 En Ávila, un par de policías subieron al vagón para comprobar que todo estaba en orden.

El capitán besó a su mujer queriendo cerrar así casi cuarenta años de juramento y compromiso e insistió por última vez:

─¿Por qué?

─Ya no puedo más.

 Desde aquella verbena en la que se habían conocido hasta ese compartimento en el que ahora viajaban, habían recorrido una distancia que sólo podía medirse con recuerdos. Lejos quedaba ya ese tiempo, lleno de emociones y promesas, en el que a alguno de los chiquillos se le caía un diente y el ratoncito Pérez acudía puntual a dejarle algo debajo de la almohada…

 

(Tomás, contagiado de ese heroísmo que cantaron a los cuatro vientos unos jóvenes que quisieron llenar la historia con palabras como Dios, Patria y Cruzada, fue tiroteado en un portal de una calle cercana a Bravo Murillo. Salía de una reunión de quintacolumnistas. Al parecer, lo delató una antigua novia.)

 

Otro de los soldados cogió sus cosas y salió a la plataforma antes de llegar a Medina del Campo. Ni siquiera esperó a que el tren se detuviera para abrir la puerta del vagón y saltar al andén. Su actitud era la de alguien que llega tarde a alguna cita.  

―¿Te acuerdas de aquel invierno que Soledad se rompió un brazo? ―comentó la mujer del capitán.

Su marido asintió con la cabeza antes de hablar:

―Cómo no me voy a acordar. Precisamente, esas navidades nevó y entre todos construimos un muñeco.

La mujer sonrió con pena antes de añadir:

―Una noche, después de cenar, os pusisteis en fila para poner la oreja en mi tripa y poder oír las patadas de...

 

(A Paquita la mató una bomba antes de llegar al refugio. Tenía veintitrés años y una mirada tan dulce que daba pena cerrarle los ojos, aceptar que estaba muerta. Era sábado y a esa hora las bocas de metro se llenaban de gente que respiraba agitada. No muy lejos, junto a la Cibeles, tapada por ese encofrado que la protegía de las bombas, un caballo dejó un charco de sangre que tardó varias días en sacarse.)

 

Un domingo, Julián cantó misa en la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, recién restaurada tras el permiso que Alfonso XIII había concedido a los padres Agustinos para que se realizaran las obras. Esa mañana, todos se levantaron temprano y acudieron al templo vestidos con sus mejores ropas, bien peinados y oliendo a colonia.

Luego, a la salida de misa, la pequeña se perdió entre tanta gente como había acudido a la ceremonia...

 

(A Carmina la explotó una granada abandonada entre los escombros de la escuela donde trabajaba cuando empezó la guerra. Le gustaba pasear entre los pupitres destrozados, repetir los nombres de países que podían verse en los mapas esparcidos por el suelo. A veces cerraba los ojos y pasaba lista en voz alta, ilusionada por volver a oír las voces de sus alumnos. Los echaba tanto de menos que un día, mientras trataba de rescatar una frase escrita en un encerado oculto bajo unos cascotes... No hacía ni un mes que la habían enterrado.)

 

A punto ya de llegar a su destino, la mujer preguntó:

 ¾¿Tú qué vas hacer cuando me baje?

¾Ni lo sé ni me importa ¾mintió el capitán en una última muestra de coraje.

Ella le cerró la boca con un beso y comentó:

¾No sufras más, ya queda poco.

            La mujer se bajó en Venta de Baños, su pueblo. La historia dice que las primeras luces del amanecer se la llevaron. Su recuerdo perdura aún entre las sombras que envuelven el misterio de su desaparición. Parece que nadie la vio meterse en el río. Llevaba los bolsos del abrigo llenos de piedras  

Antes de llegar a Palencia, el capitán salió del compartimento, cruzó el pasillo y entró en el servicio. Allí rezó un padrenuestro y le pidió perdón a Dios por lo que estaba a punto de hacer. Entonces sacó su pistola y se pegó un tiro.
                                                                                                       

SEGUNDO PREMIO 2012: "PÁNICO" DE FAUSTINO LARA IBAÑEZ


Pánico


            Después de una hora de suplicio dando vueltas por el barrio, Arturo consiguió aparcar su coche. Era lo que peor llevaba de vivir en aquella zona.

            La cena con Rebeca se había alargado hasta pasada la medianoche. Antes había asistido a una reunión de vecinos en calidad de propietario del 5A y aún retumbaban en su cabeza, con tediosa persistencia, las voces de algunos individuos que defendían la contratación de un vigilante durante las veinticuatro horas del día. Los más fanáticos argumentaban que redundaría en beneficio de todos. Se trataba de mejorar el bienestar general. Pero no comprendían que la comunidad no podía asumir ese gasto.

            –¿Por qué tenemos que pagar todos los propietarios los miedos de unos pocos? –dijo Arturo con el ánimo encendido, harto de pagar derramas–. El que no se sienta seguro por las noches, que duerma con una pantera a su lado.

            Igual que él se las ingenió para hacerlo durante cinco años sin levantar sospechas.  

            Después de sus palabras, se hizo el silencio. Aún recordaba con una satisfacción que rozaba la vanidad algunas caras de espanto. Nadie le contestó. Rebeca se reía al narrarle con tanto entusiasmo aquella aventura vecinal. Le gustaba observar sus gestos. Ser su cómplice.

            Arturo se encaminaba hacia su casa cuando, a escasos veinte metros del edificio, la vio. Pronto distinguió en aquellos rasgos felinos a Lenka. ¡Era Lenka!

Llevaba aquel nombre en honor a una novia eslava con la que compartió cama y casi un proyecto de futuro común años atrás, cuando a punto estuvo de perder su preciada soltería.

Lenka permanecía expectante, en una zona ajardinada, difuminada por una sombra casual. Su mirada de hielo estaba clavada en él, en los pasos que daba. Arturo se cercioró de que la pantera todavía seguía inmóvil, vigilante. Redujo su marcha y analizó a la bestia que no perdía detalle de sus movimientos. Lenka mantenía aquella cómoda postura en la que solía descansar, con la cola estirada hacia atrás y las patas delanteras extendidas, sin que su inquietante mirada hacia Arturo perdiera un ápice de intensidad. No tenía muy claro para qué había regresado, pero una de las hipótesis que pronto empezó a barajar es que lo había hecho para intimidarle, para provocar miedo. ¿Por qué no un susto para celebrar mi vuelta?, se habría preguntado la pantera. Pero Arturo no se iba a dejar arredrar fácilmente. Creía conocer los mecanismos adecuados para doblegar a ese ejemplar de unos dos metros de largo, sin contar la cola, con manchas amarillas, rodeadas de otras semicirculares negras; una bestia en comparación con aquel pequeño felino encantador que un día trajo a casa para paliar los efectos de una ingrata soledad, una bestia que se limitaba a observarle con sus pupilas dilatadas, amenazadora. Lenka, cariño, dijo un Arturo a quien el corazón le empezaba a latir cada vez más deprisa. El animal no se movió, ajeno a su comentario, como si ya hubiera reconocido a la persona que durante algunos años le dio de comer y le ofreció un cobijo acogedor y aún sintiera muy vivo el resentimiento por la inesperada despedida de días atrás. Lenka, cariño, tranquila, no pasa nada, somos amigos, ¿verdad?, dijo Arturo, conciliador. La pantera, como si hubiese entendido lo que le acababa de decir, cabeceó levemente y emitió un bostezo seguido de un ronroneo. Apoyó su enorme cabeza sobre las patas delanteras. El animal arrugó el hocico y abrió la boca como si estuviera aburrido o se estuviese desperezando. Arturo vio su dentadura y los dientes perfectamente afilados, como un escuadrón de la muerte, esos dientes que tantas veces había cepillado, eliminando caries engorrosas. ¿Era un modo de presentarle sus credenciales? ¿Quería recordarle que, aunque Arturo fuera una persona inteligente, ella tenía más fuerza que él? Fue la primera vez que el joven sintió miedo. Cada paso que daba era una estación menos para alcanzar la salvación que suponía entrar en el portal.

            –Buena chica, Lenka. Buena chica, ahí quieta, ahí quietecita. Muy bien, buena chica. ¿Has visto lo buena que eres?

Cuando ya estaba a escasos metros del portal, la pantera levantó la cabeza.

            –Tienes que entender que ya eras demasiado grande para vivir en un piso, que cada día se me hacía más difícil ocultar tu presencia a los vecinos. Además, mi intención era iniciar una nueva etapa en mi vida, y…

            A pesar del frío que hacía aquella noche, Arturo sintió por su rostro tensionado unos hilillos de sudor, hebras de un angustioso miedo que también empezaron a correr por su espalda rígida. Su principal objetivo era alcanzar el portal, entrar en él antes de que la bestia se decidiera a arrancar y lograra abalanzarse sobre su cuerpo. Arturo siguió avanzando hacia atrás, distanciándose de la pantera, deseando no toparse con ningún obstáculo. Una caída sería letal. El joven ejecutivo no dejaba de mirar aquellos ojos que tantas veces había fotografiado y que incluso había puesto como salvapantallas en el ordenador. Aquellos ojos ya no transmitían cariño y ternura, sino una rabia y una ira enfundadas en un odio visceral hacia su persona. Al llegar a la altura de una papelera en la que arrojaba la correspondencia basura de bancos y publicidad supo que ya estaba más cerca del portal que de Lenka. Sin embargo, seguía sufriendo las acometidas de aquella mirada penetrante que reclamaba venganza a través de las sombras diluidas en la calle. Arturo percibía en aquella mirada que su suerte estaba echada. No obstante, no quería rendirse.

            –Así me gusta, Lenka. Buena chica, ¿has visto qué buena eres?

            Arturo se detuvo un instante para coger las llaves de un bolsillo del abrigo y empezó a buscar, tanteando con los dedos, la que abría la puerta. Calculó que apenas debían de quedarle cinco metros para alcanzar su objetivo. Entonces estaría salvado. Los barrotes de hierro que cubrían las puertas serían un obstáculo insalvable para Lenka. Pero de momento tenía que andarse con cuidado. Estaba en una fase decisiva. Aún no podía cantar victoria. Aunque la distancia que le separaba de la pantera le hiciera albergar la esperanza de que iba a salvarse, también era consciente de que aquel tramo podría recorrerlo en un abrir y cerrar de ojos. Arturo se alegró al dar con la llave. Siguió avanzando hacia su salvación.  

            –Buena chica, Lenka, buena chica.

            Arturo subió un peldaño y, manteniendo la vista fija en el gigante felino, intentó abrir la puerta, pero no fue capaz. Estaba nervioso. No acertaba a introducir la llave en la ranura. Era un acto que había hecho decenas de veces, que intuía que, en unas condiciones normales, sabría hacerlo incluso con los ojos vendados, a ciegas, sí, a ciegas, pero ahora las cosas eran muy distintas; era la primera vez que lo hacía en una situación tan crítica, con una pantera que ya no era su animal de compañía y que observaba cada uno de sus movimientos dispuesta a atacarle en cuanto tuviera el menor descuido. Se dio la vuelta para facilitar la maniobra y, justo en ese instante, la pantera se incorporó e inició su carrera. Arturo no la vio venir pero, en aquellos segundos interminables, pudo escuchar su enérgica cabalgada, poderosa; se dirigía hacia él no precisamente para juguetear. Al fin, sintiendo la magia de un instante grandioso, introdujo la llave cuando ya podía sentir el aliento de Lenka en su espalda. La giró, accedió al interior del portal y, cuando cerraba la puerta cayendo de espaldas sobre ella, el animal llegó a su altura. Únicamente les separaba un enrejado de hierro y una lámina de vidrio. Pero ya estaba a salvo. Arturo giró la cabeza y pudo ver el gesto de odio de la pantera a través de aquella mampara, por el hueco de dos barrotes. El animal intentó introducir sus garras entre los hierros, pero lo único que consiguió fue descascarillar levemente una capa superficial de pintura. La pantera le miraba con resentimiento, reprochándole lo que había hecho con ella, como si tuviera sed de venganza, como si este hecho aislado hubiese sido solo un aviso para que, a partir de entonces, estuviera en alerta.

Arturo, abatido, se dejó caer sobre el felpudo, observando que el gesto de la pantera había cambiado la docilidad y el cariño de antaño por una retadora mueca de odio. Cuando Lenka se cansó de arañar los barrotes, se marchó. Arturo la vio perderse entre las sombras de la calle, hacia un descampado, sin prisas. Después de varios minutos con la mirada ausente, derrumbado, se levantó al ver a un vecino que le miró con extrañeza, recordando a ese desaprensivo del 5A que se negó a contratar un servicio de vigilancia durante veinticuatro horas; sintió que sus piernas aún le temblaban después del miedo sufrido.

            Al llegar a casa, se dio una ducha y, cuando entró en el dormitorio, se dejó caer derrumbado sobre la cama.

            Aquella noche apenas pudo conciliar unos minutos el sueño pensando en Lenka y, por la mañana, antes de salir a la calle, desde el portal, observó su entorno más que nunca y, cuando se cercioró de que la pantera no merodeaba por los alrededores, corrió hacia el coche, temeroso de que aún pudiera surgir Lenka de algún rincón inesperado. Pero había demasiada gente por la calle como para que la bestia se atreviera a abandonar su escondrijo.

Arturo tuvo un día caótico en la oficina. No consiguió concentrarse e incluso algunos compañeros bromearon con su rostro decaído. Todos preguntaban con ironía por la víctima, ¿la nueva de Compras o tal vez un valor seguro, Rebeca, siempre y cuando hubiera obtenido el beneplácito del director de la empresa, con quien se decía que estaba liada? Pero Arturo no les siguió las bromas. Él solo pensaba en la fortuna que había tenido la noche pasada al librarse de un ataque mortal. Además, el pánico se había ubicado en su ánimo y, mientras no viera al animal muerto, no podría vivir tranquilo. Tenía que hallar la manera de librarse de Lenka. Días antes ya lo había intentado y, a juzgar por la experiencia que había vivido el día anterior, sin mucho éxito.

Su relación con Rebeca avanzaba a pesar de las voces altisonantes que se pronunciaban en contra de aquella pareja. La joven le había planteado en varias ocasiones la posibilidad de dejar la casa de sus padres para marcharse a la de él e iniciar una prometedora vida en común. Ya estaba cansada de encuentros esporádicos en hoteles frívolos. Quería dar un paso más y acallar así a los difamadores y envidiosos de la empresa que parecían empeñados en querer destruir su bonita historia de amor fomentando la infamia y la rumorología. Pero Arturo no les daba crédito y siempre encontraba la excusa perfecta para salir airoso de las a veces comprometedoras situaciones a las que se veía abocado. Otro asunto muy distinto era que Rebeca se fuera a vivir a su casa. No le había hablado de la pantera y tampoco quería hacerlo. Estaba confundido, no sabía cómo actuar. Sin embargo, al fin, después de meditarlo durante algunos días, concluyó que quería deshacerse de Lenka. Ambas nunca podrían llegar a vivir juntas. Eran incompatibles. Además, un animal tan grande en casa era un estorbo. Devoraba cantidades ingentes de carne y últimamente se mostraba poco sociable, con cierta aspereza. Quizá intuía que había una persona más importante en la vida del joven; debía de creer que ya eran muy escasas las atenciones que le prestaba. Lenka era una bestia a la que no podía sacar de casa por el terror que podría infundir y, además, desde que se había habituado a echarse la siesta en el sofá todos los fines de semana, Arturo había quedado desplazado a un sillón viejo y desvencijado. Pensó subirla al todoterreno y, con el rifle de caza, sacrificarla sin escrúpulos en un descampado. Pero pronto creyó que no tendría el valor suficiente como para apretar el gatillo contra ella. También pensó donarla a un safari o a un zoológico, pero entonces le pedirían los papeles reglamentarios de la posesión del animal y se buscaría un problema. Al fin, se decidió por subir a Lenka al coche una madrugada y llevarla a un páramo yermo, próximo a una zona de riscos deshabitada. Al llegar al lugar elegido, abrió la puerta y la bajó. Él se encerró en el interior, desconfiando de una Lenka que, empujada por un arrebato de furia, pudiera atacarle. Arturo era consciente de que no estaba actuando de un modo correcto. Pantera y amo se observaron, se analizaron y se dijeron adiós con la mirada. Arturo sintió una emoción asociada a la nostalgia; cinco años de convivencia con aquel animal no se olvidaban fácilmente. Lenka había sido una pantera dócil y mansa. Pero llegado el momento de tomar una decisión vital para su futuro, Arturo no tuvo compasión de ella. Sin pensar más veces si había tomado la decisión apropiada o no se alejó de aquel lugar sombrío.

            Arturo no tuvo en cuenta la avalancha de recuerdos y sentimientos contradictorios que le invadirían cuando ejecutase su plan. Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, dando vueltas de un lado a otro de la cama, se sintió más solo que nunca, pero para hacer frente a las embestidas de su conciencia decidió que, a partir del día siguiente, empezaría a organizar la casa sin la presencia de Lenka y pensando en el próximo embarque de Rebeca. Comenzó a deshacerse de todas las pertenencias de la pantera y, durante los cuatro días siguientes, al salir de la oficina, fue haciendo limpieza general, llamando a los pintores y decorando el piso con la ayuda de Rebeca. Solo con decisión y con firmeza podría empezar una nueva etapa en su vida. Era el momento de ser valiente, de no flaquear, de mirar con ilusión y optimismo al futuro, de esperar que los años venideros fueran los más felices. 

            Pero ahora Lenka había regresado y tenía que quitársela definitivamente de encima si no quería que fuera ella la que, en un ataque de rabia, acabara con él.

            Aquella noche aparcó después de dar varias vueltas al barrio y asegurarse, observando matorrales y setos, de que Lenka no andaba por allí. Ni rastro del animal. Encendió varios cigarros y los fumó en el coche con tranquilidad. No tenía prisa. Estudió la distancia que le separaba del edificio. Saldría corriendo con la llave preparada para ponerse rápidamente a salvo dentro del portal.

            Antes de salir del coche, echó un último vistazo furtivo a su alrededor y sintió cómo el corazón latía enloquecido en el interior de ese pecho sobre el que tantas noches había dormido acurrucada la pantera. Cogió el abrigo, cerró el automóvil y empezó a correr. Fatigado, como si hubiese realizado el esfuerzo más importante de su vida, introdujo la llave en la ranura aún con el corazón palpitándole a mil revoluciones. Pero no cantó victoria. Hasta que no estuviera en el interior del portal no se sentiría a salvo. Giró la llave. Dio un punterazo a la puerta y ésta se abrió, como siempre. Arturo resopló. Sintió el alivio de verse salvado. Sin embargo, antes de dar el paso hacia el interior, de un voladizo de hormigón armado, como si se tratase de una araña que se desprendía prendida a su hilo, cayó la pantera. Le había esperado agazapada, sirviéndose de las sombras que la valían de trinchera. Arturo se quedó blanco, con la boca abierta. Hizo un gesto instintivo de defensa cubriéndose el rostro con el brazo a modo de escudo, pero esta protección resultaba inoperante, ridícula, pueril, si Lenka decidía atacarle. De momento, la bestia, agresiva, lanzó al aire un primer zarpazo mostrando sus armas, no dispuesta a permitir más concesiones. Ya había sido demasiado benévola la noche anterior. La puerta se cerró tras un Arturo que quedó desamparado, sometido a la voluntad de la pantera que, entonces, sabiéndose superior, mostró su dentadura como si fuera un arma lo suficientemente destructiva y poderosa. Arturo le lanzó el abrigo. Lenka lo apresó al vuelo y se entretuvo durante unos segundos en convertirlo en un amasijo de hilos. Arturo aprovechó ese tiempo para coger de nuevo la llave e insertarla en la ranura. Pero entonces Lenka le lanzó un zarpazo por la espalda. Arturo solo pudo esquivarlo levemente. Las garras de la pantera se llevaron parte de la ropa y de su piel. Luego vino un dolor terrible. 

            –¡Te mataré, hija de puta! ¡Te mataré! ¡Te juro que te mata…!

Y antes de que pudiera acabar la frase, la pantera clavó sus dientes en el pantalón y tiró de él. Arturo se agarró a los barrotes y giró la llave. La puerta que habría de llevarle al paraíso se abrió. Pero la pantera tiraba de él. Lenka comenzaba a ganar terreno. Arturo pudo sentir el hocico y el roce de sus afilados dientes en contacto con su pierna. Sintió que quemaban, como ascuas. En un instante que la pantera se deshizo de los restos del pantalón, Arturo aprovechó aquella libertad que le brindaba la bestia para empujar la puerta, introducirse en el portal y cerrarla de golpe antes de que Lenka y su furia le embistieran.

            Arturo se dejó caer sobre el felpudo. Permaneció allí un rato, convenciéndose de que tenía que ser fuerte, que no podía verse doblegado por un animal al que, si bien era físicamente superior a él, con inteligencia sabría cómo vencer. No podía rendirse ante el dolor y el miedo que Lenka intentaba causarle. Él era más astuto, aunque frente a ella se sintiera indefenso.

            Cuando llegó a casa, se desnudó para curarse las magulladuras y se dio una ducha. Al rato sonó el móvil. Era Rebeca.

            –Hola, Arturo. ¿Te apetece quedar esta noche?

            Arturo pensó durante unos segundos la forma más diplomática de rechazar su oferta y, cuando al fin la tuvo clara, se la dio.

            –No admito una negativa por respuesta; después de cinco meses juntos y de conocerme todos los restaurantes de la ciudad, he pensado que, ahora que ya hemos terminado de ambientar el que será nuestro hogar, podríamos improvisar una cena romántica en tu casa para celebrar el próximo fin de tu soltería; me he tomado la libertad de comprar yo el vino –dijo Rebeca entre divertida y melosa. 

            –¿Cómo?

            –Que estoy aquí abajo.

            Arturo abrió deprisa, espantado de repente por la idea de que Lenka aún estuviera merodeando por la zona, reconociera en ella algún rastro de él y la atacase.

            –¿Qué te ha pasado? –preguntó Rebeca al verle herido.

            –Fui a correr por el parque y me caí. Nada. Son unos arañazos sin importancia. 

            Ni la presencia de Rebeca, de quien cada día se sentía más enamorado, ni el hecho de que por primera vez cenaran en su casa pudieron apartarle de la mente a la pantera. Mientras anduviera por ahí suelta, su vida correría un grave peligro. No obstante, intentó disfrazar su angustia con una sonrisa y unas caricias que, en modo alguno, ocultaban su verdadero pánico, un pánico visceral que no le impidió acabar en la cama con Rebeca después de picar algo de fiambre y una ensalada en compañía de la botella de vino.

            –No has sido tú, Arturo –dijo Rebeca.

En el rostro del joven se dibujó un interrogante.

–No sé cómo decirte. Has estado ausente.     

–Habrán sido los nervios de la primera vez en mi casa –dijo Arturo, sin poder evitar que, cuando pronunciaba aquellas palabras, su pensamiento se desviara hacia la pantera. Empezaba a tener la desesperante convicción de que se había equivocado al dejarla abandonada en aquel descampado. Había sido cruel y ahora esa crueldad se la devolvía Lenka en forma de un odio y una rabia enconados.

Al día siguiente, desayunaron juntos y juntos fueron a la oficina. Los murmullos se generalizaron al verles aparecer al mismo tiempo.

Aquella mañana, Arturo se parapetó en los intensos sentimientos que empezaban a unirle a Rebeca, la chica más maravillosa del mundo, y en los datos que debía analizar un día más frente a la pantalla del ordenador, para intentar deshacerse del estrés añadido que le provocaba el regreso de la pantera a su vida.

–Te quiero –improvisó durante la comida un Arturo deseoso de olvidar la angustiosa situación que estaba viviendo y de centrarse en su relación con la mujer a la que amaba.

Rebeca se emocionó. No pudo evitar que unas lágrimas de felicidad rodaran por sus mejillas. Pero a Arturo no le gustó aquel llanto que pronto relacionó con Lenka. Le inquietaba pensar que la pantera pudiera atacarla. Una agresión como la que había sufrido él podría acabar con la vida de la joven en un instante. “Tengo que terminar con la pantera”, pensó mientras besaba a Rebeca, ajeno a lo que pudieran decir las lenguas viperinas de la empresa. La abatiría con el rifle. Sería un disparo sencillo y rápido.

–¿Qué te parece si me voy a vivir a tu casa esta misma noche? –preguntó Rebeca, con dulzura.

Arturo no se esperaba aquella propuesta tan atrevida.

–No me lo he planteado aún. No creo que sea la mejor opción –contestó Arturo, de repente nervioso.

A partir de esta negativa, se enzarzaron en una discusión que vieron varios compañeros de la empresa. Arturo tuvo la tarde entera para recapacitar y darse cuenta de que su contestación había sido errónea. Él era el primero que estaba deseando que Rebeca se fuera a vivir a su casa, pero ella estaba enfadada y no quería hablar con él. Entonces Arturo se marchó a poner en práctica su plan. Después de aparcar, desde el interior del coche, cogió el rifle que tenía en el maletero. Cargó el arma y esperó a que Lenka apareciera una noche más. El joven observaba a través de las ventanillas. Pero la pantera no aparecía. Tampoco era una novedad. Ella sabía dónde refugiarse para sentirse segura del objetivo de Arturo. Mientras esperaba, llamó a Rebeca al móvil. Quería disculparse. Pero Rebeca no se lo cogió. Arturo pensó que aún estaría enfadada. Le envió varios mensajes pidiéndole perdón y, al fin, salió del coche con cautela, encadenado a un miedo atroz, aunque decidido a acabar definitivamente con aquella pesadilla.

–Lenka, cariño. ¿Dónde estás?

Caminó entre los coches, ganando terreno en busca del portal. Algunos vecinos le observaron alarmados y llamaron a la Policía. La pantera seguía sin aparecer al reclamo de Arturo. El joven no quería confiarse, analizaba cada sombra, cada tramo de luz, con la precisión de un lunático; la noche anterior, cuando pensaba que ya se había librado de ella, surgió de repente. Pero en aquella ocasión no le daría opción. No habría treguas. Cara o cruz. 

–Lenka, cariño. ¿Hoy no vas a venir? Anda, ven. Sé buena.

Y entonces la pantera surgió de entre los setos en penumbra de un jardín próximo con parsimonia, sin mostrar un ápice de agresividad, portando entre sus dientes algo. El animal llegó con docilidad hasta su altura y, para asombro de un Arturo cuyos músculos se habían entumecido de repente, impidiéndole apretar el gatillo, dejó a sus pies la cabeza de Rebeca. Tenía los ojos abiertos al máximo y su expresión reflejaba una cruenta agonía. Por el perímetro de su cuello rodaban algunas gotas de sangre hasta fundirse en un mismo punto del que surgía un hilo teñido de muerte y desolación. Arturo, sintiendo en su pecho la opresión de una angustia cruel, incapaz de exteriorizar unos sentimientos que le asfixiaban, cayó al suelo flexionando las rodillas, derrotado, sin apartar la mirada de aquellos bonitos ojos sin vida. Con la mansedumbre de otro tiempo, Lenka se marchó hacia la penumbra de la que había surgido. Solo entonces, Arturo escuchó muy próximo el sonido de una sirena. Era una patrulla de Policía.

Arturo sintió frío.