La Despedida
Las luces de la estación
del Norte titilaban en los rostros de la gente que permanecían aún en el andén.
Fue necesario que la máquina soltara un largo pitido, acompañado de una gruesa
columna de humo, para que los viajeros más rezagados se despidieran de sus
familiares y amigos y subieran por fin al vagón. Un muchacho con aspecto
enfermizo abrazó a un hombre que podía ser su hermano y se agachó para coger la
maleta imbuido de esa nostalgia que algunos viajeros sienten por lo que dejan atrás
incluso antes de partir.
El expreso había empezado
ya a moverse cuando un grupo de soldados entró a la carrera en el andén. Todos con
el petate al hombro. Impacientes, sin duda, por regresar a sus casas.
Algunos de sus
compañeros, agolpados contra las ventanillas, les gritaban:
─Pero dónde coño os
habíais metido.
Una señora suspiró aliviada
después de ver cómo el último soldado subía por fin al vagón.
Cuando el convoy cogió
velocidad, olvidado ya el alboroto de la partida, los soldados fueron ocupando
sus asientos y un cálido murmullo recorrió todo el pasillo. Hundida en la
penumbra de uno de aquellos compartimentos, con el abrigo abotonado hasta el
cuello, las manos entrelazadas sobre el regazo, una mujer despegó ligeramente los
labios, como si quisiera decir algo, pero no dijo nada. Sólo respiró profundamente
y cerró un instante los ojos, el tiempo suficiente para acordarse de algo que
no era capaz de olvidar. A su lado viajaba su marido, capitán de infantería en
la reserva después de fracturarse una rodilla (tras la operación le quedó una
leve cojera) en unas maniobras realizadas en la primavera de 1936. Pulcramente
vestido, el capitán se acariciaba el mentón, la vista fija en la ventanilla, mientras
el expreso abandonaba Madrid.
“Sólo son unos críos”,
pensó la mujer al ver llegar a los soldados. Sus capotes olían aún a pólvora y a
hoguera cuando los desplegaron sobre las rejillas destinadas para el equipaje. Los
últimos, sofocados aún por la carrera, le contaban a sus compañeros la causa de
su retraso mientras buscaban un lugar donde sentarse.
La mujer giró la cabeza
hacia la ventanilla y comprobó el tenue reflejo de su rostro en el cristal. Su
marido aprovechó para cambiar de postura ―le dolía un poco la rodilla― y sacar
la petaca, decidido a liar otro cigarrillo. Los dos sabían que esa ciudad que ahora
dejaban atrás nunca sería como aquélla en la que se conocieron…
Fue en mayo, vísperas de San Isidro. Él acababa de licenciarse
en la academia militar y ella ayudaba en la cocina de una fonda situada en la
glorieta de Atocha.
Antes de prensar mejor el tabaco, mojar un extremo
del papel y encender el cigarrillo, el capitán recordó los primeros compases de
la orquesta, su valor y su miedo cuando cruzó hasta donde estaba ella (llevaba un
rato observándola) y la sacó a bailar. Lo primero que sintió la muchacha al abrazarse
a él fue un calor extraño en las mejillas. Nervios, le confesaría ella más
tarde. Aún así, y a pesar del apuro que le producían su estatura y su uniforme,
se dejó llevar con gracia, convencida de que hacían buena pareja.
A las pocas semanas de aquel baile en la verbena de
San Isidro ya eran novios. Casi dos años después, se casaban en la iglesia de San
Cayetano, situada en la calle Embajadores, y se iban a vivir al Paseo de las
Delicias. Un entresuelo con un pasillo estrecho y dos habitaciones ―la cama era
grande, la cuna prestada― donde nacería su primer hijo. El chaval tenía los
ojos muy juntos, negros como los de su padre. Aunque la boca y la barbilla todos
decían que eran de la madre…
(A Julián, el mayor, lo mataron un domingo a la puerta
de la iglesia después de decir su última misa. Hacía semanas que una algarabía
de malditos recorría la ciudad con ese aire fatal que anuncian las calaveras.
Antes del fuego y la sentencia se oyeron frases rimadas con gesto chulesco además
de algunas carcajadas con olor a vino. Hincado de rodillas en uno de los extremos
del altar, justo al lado de un San José al que los villanos habían arrancado de
su sitio con la ayuda de una soga, el cura rezó y se acordó de sus padres
sabiendo que ya no le quedaba mucho tiempo. Tenía los ojos fijos en la imagen
de la Virgen cuando
alguien le disparó un tiro a bocajarro.)
Uno de los soldados descorrió la cortina y se
entretuvo en observar a sus compañeros, que hablaban y compartían cigarrillos
en el pasillo del vagón. Apartado del grupo, con la mirada perdida, otro soldado
se llevaba la mano a los ojos y asentía con la cabeza. Quizá conversara con algún
amigo muerto o se acordara de algún familiar.
La mujer sacó un
pañuelo del bolsillo del abrigo y se sonó la nariz. Luego tragó saliva y apoyó la
cabeza en el hombro de su marido. Carraspeó antes de empezar a hablar. Tras
escucharla, el capitán hizo un breve comentario, convencido de que aquello era una
auténtica locura.
Su mujer le tapó la
boca con la mano y comentó:
―No insistas, por
favor.
Continuaron el viaje
en silencio. Lo dos sabían que tampoco necesitaban más palabras para aquella
despedida.
El capitán siempre se
había considerado un hombre tenaz, inflexible a la hora de dirigir a los soldados,
escrupuloso con el cumplimiento de las normas ―un poco rígido a veces, pensaba su
mujer― pero esa noche, camino del último de los destinos que la vida le tenía
reservado, no sabía muy bien cómo debía comportarse. Atrás quedaba ya esa
ciudad en la que se había hecho militar a las órdenes de una bandera y unos
mandos que acababan de volver de Cuba acomplejados. La misma a la que regresaría
con toda la familia después de los diferentes traslados que le tocó cumplir ―Segovia,
Burgos, Toledo, Sevilla― desde que saliera de la Academia Militar
y pasara su periodo de prueba en el cuartel de la Montaña.
En Segovia,
precisamente, nacería su segundo hijo…
(A Manuel, secretario del ayuntamiento de Nava del
Rey durante la República ,
los falangistas lo arrastraron por el pueblo enganchado a la montura de un
caballo y luego, cuando se cansaron de dar vueltas y jugar al escondite entre las
sombras de la plaza, dejaron su cuerpo a la puerta de la casa de su mejor
amigo, convencidos de acabar para siempre y de una vez con ese mal que tanto
daño le estaba haciendo a España.)
Uno de los soldados, con diferencia el más alto, dormía
recostado en un rincón aunque no dejaba de mover las piernas. El muchacho parecía
inmerso en un mal sueño del que no sabía cómo escapar. Su rostro a veces se crispaba
y de vez en cuando soltaba algún manotazo. Molestos con él, sus compañeros decían
que así era imposible dormir.
En la oscuridad del
compartimento, la mujer cogió la mano del hombre con el que había vivido
treinta y ocho años y once meses y la posó con cuidado en su mejilla.
Nada más sentir aquel
calor en la cara, comentó:
―Muchas gracias por
todo.
El capitán se giró en
el asiento y encendió el mechero para poder verla mejor. Aquella era la primera
vez que se miraban a los ojos desde que salieran de Madrid.
―¿Por qué lo haces?
―preguntó él.
Tenía los ojos llenos
de lágrimas y una mueca de disgusto arrugaba su frente.
─Sólo te pido que
cuando baje del tren no intentes seguirme ―murmuró ella.
Se abrazaron y viajaron
así durante muchos kilómetros, ajenos a cualquier contratiempo que pudiera
mitigar tanto dolor. Tristes por todo eso que no se merecían, que nadie se
merece...
(Soledad fue una niña preciosa que se casó muy joven ―estaba embaraza― con
un guardagujas de la RENFE
al que fusilaron al poco de empezar la contienda. Serían los mismos que la dejaron
viuda quienes se acercarían hasta su casa al día siguiente y la obligarían a subir
a una furgoneta que la llevaría a la cárcel. Ella se resistió como pudo,
incluso los amenazó con un cuchillo mientras trataba de saltar por la ventana
de la cocina de su casa. Amordazada, con las manos atadas a la espalda, lograrían
subirla por fin a la furgoneta. Ya en la prisión, las funcionarias le cortaron
el pelo. Días después, sería acusada de unos delitos que ella trató de negar. Según
la fecha que aparece en el certificado, justo a la firma del médico, murió de
una pulmonía a las dos semanas de entrar allí.)
Las estaciones se
ofrecían a los ojos de los viajeros como lugares inhóspitos, mal iluminados, en
los que casi no había nadie. Sólo alguna sombra se colaba de vez en cuando por
las rendijas de la noche intentando no llamar mucho la atención. Fantasmas que
buscaban a tientas un asiento donde encogerse y dormitar. Cuando el jefe de
estación, bandera en mano, saludaba con un gesto al maquinista después de
recoger la saca del correo el ten volvía a ponerse en marcha.
En Ávila, un par de policías subieron al vagón
para comprobar que todo estaba en orden.
El capitán besó a su
mujer queriendo cerrar así casi cuarenta años de juramento y compromiso e
insistió por última vez:
─¿Por qué?
─Ya no puedo más.
Desde aquella verbena en la que se habían
conocido hasta ese compartimento en el que ahora viajaban, habían recorrido una
distancia que sólo podía medirse con recuerdos. Lejos quedaba ya ese tiempo,
lleno de emociones y promesas, en el que a alguno de los chiquillos se le caía un
diente y el ratoncito Pérez acudía puntual a dejarle algo debajo de la almohada…
(Tomás, contagiado de
ese heroísmo que cantaron a los cuatro vientos unos jóvenes que quisieron
llenar la historia con palabras como Dios, Patria y Cruzada, fue tiroteado en
un portal de una calle cercana a Bravo Murillo. Salía de una reunión de
quintacolumnistas. Al parecer, lo delató una antigua novia.)
Otro de los soldados cogió
sus cosas y salió a la plataforma antes de llegar a Medina del Campo. Ni
siquiera esperó a que el tren se detuviera para abrir la puerta del vagón y
saltar al andén. Su actitud era la de alguien que llega tarde a alguna cita.
―¿Te acuerdas de aquel invierno que Soledad se
rompió un brazo? ―comentó la mujer del capitán.
Su marido asintió con la cabeza antes de hablar:
―Cómo no me
voy a acordar. Precisamente, esas navidades nevó y entre todos construimos un
muñeco.
La mujer
sonrió con pena antes de añadir:
―Una noche,
después de cenar, os pusisteis en fila para poner la oreja en mi tripa y poder
oír las patadas de...
(A Paquita la
mató una bomba antes de llegar al refugio. Tenía veintitrés años y una mirada
tan dulce que daba pena cerrarle los ojos, aceptar que estaba muerta. Era
sábado y a esa hora las bocas de metro se llenaban de gente que respiraba
agitada. No muy lejos, junto a la
Cibeles , tapada por ese encofrado que la protegía de las bombas,
un caballo dejó un charco de sangre que tardó varias días en sacarse.)
Un domingo, Julián cantó
misa en la Basílica
de Nuestra Señora de Atocha, recién restaurada tras el permiso que Alfonso XIII
había concedido a los padres Agustinos para que se realizaran las obras. Esa
mañana, todos se levantaron temprano y acudieron al templo vestidos con sus
mejores ropas, bien peinados y oliendo a colonia.
Luego, a la salida de
misa, la pequeña se perdió entre tanta gente como había acudido a la ceremonia...
(A Carmina la explotó
una granada abandonada entre los escombros de la escuela donde trabajaba cuando
empezó la guerra. Le gustaba pasear entre los pupitres destrozados, repetir los
nombres de países que podían verse en los mapas esparcidos por el suelo. A
veces cerraba los ojos y pasaba lista en voz alta, ilusionada por volver a oír
las voces de sus alumnos. Los echaba tanto de menos que un día, mientras trataba
de rescatar una frase escrita en un encerado oculto bajo unos cascotes... No
hacía ni un mes que la habían enterrado.)
A punto ya de llegar
a su destino, la mujer preguntó:
¾¿Tú qué vas hacer cuando me baje?
¾Ni
lo sé ni me importa ¾mintió
el capitán en una última muestra de coraje.
Ella le cerró la boca
con un beso y comentó:
¾No sufras más, ya queda poco.
La
mujer se bajó en Venta de Baños, su pueblo. La historia dice que las primeras
luces del amanecer se la llevaron. Su recuerdo perdura aún entre las sombras
que envuelven el misterio de su desaparición. Parece que nadie la vio meterse
en el río. Llevaba los bolsos del abrigo llenos de piedras
Antes de llegar a
Palencia, el capitán salió del compartimento, cruzó el pasillo y entró en el servicio.
Allí rezó un padrenuestro y le pidió perdón a Dios por lo que estaba a punto de
hacer. Entonces sacó su pistola y se pegó un tiro.