lunes, 30 de septiembre de 2013

PRIMER PREMIO 2012 "LA DESPEDIDA" DE MANUEL FRANCISCO RODRIGUEZ GARCÍA


La Despedida
 
 
 
Las luces de la estación del Norte titilaban en los rostros de la gente que permanecían aún en el andén. Fue necesario que la máquina soltara un largo pitido, acompañado de una gruesa columna de humo, para que los viajeros más rezagados se despidieran de sus familiares y amigos y subieran por fin al vagón. Un muchacho con aspecto enfermizo abrazó a un hombre que podía ser su hermano y se agachó para coger la maleta imbuido de esa nostalgia que algunos viajeros sienten por lo que dejan atrás incluso antes de partir.

El expreso había empezado ya a moverse cuando un grupo de soldados entró a la carrera en el andén. Todos con el petate al hombro. Impacientes, sin duda, por regresar a sus casas.

Algunos de sus compañeros, agolpados contra las ventanillas, les gritaban:

─Pero dónde coño os habíais metido.  

Una señora suspiró aliviada después de ver cómo el último soldado subía por fin al vagón.

Cuando el convoy cogió velocidad, olvidado ya el alboroto de la partida, los soldados fueron ocupando sus asientos y un cálido murmullo recorrió todo el pasillo. Hundida en la penumbra de uno de aquellos compartimentos, con el abrigo abotonado hasta el cuello, las manos entrelazadas sobre el regazo, una mujer despegó ligeramente los labios, como si quisiera decir algo, pero no dijo nada. Sólo respiró profundamente y cerró un instante los ojos, el tiempo suficiente para acordarse de algo que no era capaz de olvidar. A su lado viajaba su marido, capitán de infantería en la reserva después de fracturarse una rodilla (tras la operación le quedó una leve cojera) en unas maniobras realizadas en la primavera de 1936. Pulcramente vestido, el capitán se acariciaba el mentón, la vista fija en la ventanilla, mientras el expreso abandonaba Madrid.

“Sólo son unos críos”, pensó la mujer al ver llegar a los soldados. Sus capotes olían aún a pólvora y a hoguera cuando los desplegaron sobre las rejillas destinadas para el equipaje. Los últimos, sofocados aún por la carrera, le contaban a sus compañeros la causa de su retraso mientras buscaban un lugar donde sentarse.

La mujer giró la cabeza hacia la ventanilla y comprobó el tenue reflejo de su rostro en el cristal. Su marido aprovechó para cambiar de postura ―le dolía un poco la rodilla― y sacar la petaca, decidido a liar otro cigarrillo. Los dos sabían que esa ciudad que ahora dejaban atrás nunca sería como aquélla en la que se conocieron…

Fue en mayo, vísperas de San Isidro. Él acababa de licenciarse en la academia militar y ella ayudaba en la cocina de una fonda situada en la glorieta de Atocha.

Antes de prensar mejor el tabaco, mojar un extremo del papel y encender el cigarrillo, el capitán recordó los primeros compases de la orquesta, su valor y su miedo cuando cruzó hasta donde estaba ella (llevaba un rato observándola) y la sacó a bailar. Lo primero que sintió la muchacha al abrazarse a él fue un calor extraño en las mejillas. Nervios, le confesaría ella más tarde. Aún así, y a pesar del apuro que le producían su estatura y su uniforme, se dejó llevar con gracia, convencida de que hacían buena pareja.  

A las pocas semanas de aquel baile en la verbena de San Isidro ya eran novios. Casi dos años después, se casaban en la iglesia de San Cayetano, situada en la calle Embajadores, y se iban a vivir al Paseo de las Delicias. Un entresuelo con un pasillo estrecho y dos habitaciones ―la cama era grande, la cuna prestada― donde nacería su primer hijo. El chaval tenía los ojos muy juntos, negros como los de su padre. Aunque la boca y la barbilla todos decían que eran de la madre…

 

(A Julián, el mayor, lo mataron un domingo a la puerta de la iglesia después de decir su última misa. Hacía semanas que una algarabía de malditos recorría la ciudad con ese aire fatal que anuncian las calaveras. Antes del fuego y la sentencia se oyeron frases rimadas con gesto chulesco además de algunas carcajadas con olor a vino. Hincado de rodillas en uno de los extremos del altar, justo al lado de un San José al que los villanos habían arrancado de su sitio con la ayuda de una soga, el cura rezó y se acordó de sus padres sabiendo que ya no le quedaba mucho tiempo. Tenía los ojos fijos en la imagen de la Virgen cuando alguien le disparó un tiro a bocajarro.)

 

Uno de los soldados descorrió la cortina y se entretuvo en observar a sus compañeros, que hablaban y compartían cigarrillos en el pasillo del vagón. Apartado del grupo, con la mirada perdida, otro soldado se llevaba la mano a los ojos y asentía con la cabeza. Quizá conversara con algún amigo muerto o se acordara de algún familiar.  

La mujer sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y se sonó la nariz. Luego tragó saliva y apoyó la cabeza en el hombro de su marido. Carraspeó antes de empezar a hablar. Tras escucharla, el capitán hizo un breve comentario, convencido de que aquello era una auténtica locura.

Su mujer le tapó la boca con la mano y comentó:

―No insistas, por favor.

Continuaron el viaje en silencio. Lo dos sabían que tampoco necesitaban más palabras para aquella despedida.

El capitán siempre se había considerado un hombre tenaz, inflexible a la hora de dirigir a los soldados, escrupuloso con el cumplimiento de las normas ―un poco rígido a veces, pensaba su mujer― pero esa noche, camino del último de los destinos que la vida le tenía reservado, no sabía muy bien cómo debía comportarse. Atrás quedaba ya esa ciudad en la que se había hecho militar a las órdenes de una bandera y unos mandos que acababan de volver de Cuba acomplejados. La misma a la que regresaría con toda la familia después de los diferentes traslados que le tocó cumplir ―Segovia, Burgos, Toledo, Sevilla― desde que saliera de la Academia Militar y pasara su periodo de prueba en el cuartel de la Montaña.

En Segovia, precisamente, nacería su segundo hijo…

 

(A Manuel, secretario del ayuntamiento de Nava del Rey durante la República, los falangistas lo arrastraron por el pueblo enganchado a la montura de un caballo y luego, cuando se cansaron de dar vueltas y jugar al escondite entre las sombras de la plaza, dejaron su cuerpo a la puerta de la casa de su mejor amigo, convencidos de acabar para siempre y de una vez con ese mal que tanto daño le estaba haciendo a España.)

 

Uno de los soldados, con diferencia el más alto, dormía recostado en un rincón aunque no dejaba de mover las piernas. El muchacho parecía inmerso en un mal sueño del que no sabía cómo escapar. Su rostro a veces se crispaba y de vez en cuando soltaba algún manotazo. Molestos con él, sus compañeros decían que así era imposible dormir.   

En la oscuridad del compartimento, la mujer cogió la mano del hombre con el que había vivido treinta y ocho años y once meses y la posó con cuidado en su mejilla.

Nada más sentir aquel calor en la cara, comentó:

―Muchas gracias por todo.

El capitán se giró en el asiento y encendió el mechero para poder verla mejor. Aquella era la primera vez que se miraban a los ojos desde que salieran de Madrid.

―¿Por qué lo haces? ―preguntó él.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y una mueca de disgusto arrugaba su frente.

─Sólo te pido que cuando baje del tren no intentes seguirme ―murmuró ella.

Se abrazaron y viajaron así durante muchos kilómetros, ajenos a cualquier contratiempo que pudiera mitigar tanto dolor. Tristes por todo eso que no se merecían, que nadie se merece...

 

(Soledad fue una niña preciosa que se casó muy joven ―estaba embaraza― con un guardagujas de la RENFE al que fusilaron al poco de empezar la contienda. Serían los mismos que la dejaron viuda quienes se acercarían hasta su casa al día siguiente y la obligarían a subir a una furgoneta que la llevaría a la cárcel. Ella se resistió como pudo, incluso los amenazó con un cuchillo mientras trataba de saltar por la ventana de la cocina de su casa. Amordazada, con las manos atadas a la espalda, lograrían subirla por fin a la furgoneta. Ya en la prisión, las funcionarias le cortaron el pelo. Días después, sería acusada de unos delitos que ella trató de negar. Según la fecha que aparece en el certificado, justo a la firma del médico, murió de una pulmonía a las dos semanas de entrar allí.)

 

Las estaciones se ofrecían a los ojos de los viajeros como lugares inhóspitos, mal iluminados, en los que casi no había nadie. Sólo alguna sombra se colaba de vez en cuando por las rendijas de la noche intentando no llamar mucho la atención. Fantasmas que buscaban a tientas un asiento donde encogerse y dormitar. Cuando el jefe de estación, bandera en mano, saludaba con un gesto al maquinista después de recoger la saca del correo el ten volvía a ponerse en marcha.

 En Ávila, un par de policías subieron al vagón para comprobar que todo estaba en orden.

El capitán besó a su mujer queriendo cerrar así casi cuarenta años de juramento y compromiso e insistió por última vez:

─¿Por qué?

─Ya no puedo más.

 Desde aquella verbena en la que se habían conocido hasta ese compartimento en el que ahora viajaban, habían recorrido una distancia que sólo podía medirse con recuerdos. Lejos quedaba ya ese tiempo, lleno de emociones y promesas, en el que a alguno de los chiquillos se le caía un diente y el ratoncito Pérez acudía puntual a dejarle algo debajo de la almohada…

 

(Tomás, contagiado de ese heroísmo que cantaron a los cuatro vientos unos jóvenes que quisieron llenar la historia con palabras como Dios, Patria y Cruzada, fue tiroteado en un portal de una calle cercana a Bravo Murillo. Salía de una reunión de quintacolumnistas. Al parecer, lo delató una antigua novia.)

 

Otro de los soldados cogió sus cosas y salió a la plataforma antes de llegar a Medina del Campo. Ni siquiera esperó a que el tren se detuviera para abrir la puerta del vagón y saltar al andén. Su actitud era la de alguien que llega tarde a alguna cita.  

―¿Te acuerdas de aquel invierno que Soledad se rompió un brazo? ―comentó la mujer del capitán.

Su marido asintió con la cabeza antes de hablar:

―Cómo no me voy a acordar. Precisamente, esas navidades nevó y entre todos construimos un muñeco.

La mujer sonrió con pena antes de añadir:

―Una noche, después de cenar, os pusisteis en fila para poner la oreja en mi tripa y poder oír las patadas de...

 

(A Paquita la mató una bomba antes de llegar al refugio. Tenía veintitrés años y una mirada tan dulce que daba pena cerrarle los ojos, aceptar que estaba muerta. Era sábado y a esa hora las bocas de metro se llenaban de gente que respiraba agitada. No muy lejos, junto a la Cibeles, tapada por ese encofrado que la protegía de las bombas, un caballo dejó un charco de sangre que tardó varias días en sacarse.)

 

Un domingo, Julián cantó misa en la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, recién restaurada tras el permiso que Alfonso XIII había concedido a los padres Agustinos para que se realizaran las obras. Esa mañana, todos se levantaron temprano y acudieron al templo vestidos con sus mejores ropas, bien peinados y oliendo a colonia.

Luego, a la salida de misa, la pequeña se perdió entre tanta gente como había acudido a la ceremonia...

 

(A Carmina la explotó una granada abandonada entre los escombros de la escuela donde trabajaba cuando empezó la guerra. Le gustaba pasear entre los pupitres destrozados, repetir los nombres de países que podían verse en los mapas esparcidos por el suelo. A veces cerraba los ojos y pasaba lista en voz alta, ilusionada por volver a oír las voces de sus alumnos. Los echaba tanto de menos que un día, mientras trataba de rescatar una frase escrita en un encerado oculto bajo unos cascotes... No hacía ni un mes que la habían enterrado.)

 

A punto ya de llegar a su destino, la mujer preguntó:

 ¾¿Tú qué vas hacer cuando me baje?

¾Ni lo sé ni me importa ¾mintió el capitán en una última muestra de coraje.

Ella le cerró la boca con un beso y comentó:

¾No sufras más, ya queda poco.

            La mujer se bajó en Venta de Baños, su pueblo. La historia dice que las primeras luces del amanecer se la llevaron. Su recuerdo perdura aún entre las sombras que envuelven el misterio de su desaparición. Parece que nadie la vio meterse en el río. Llevaba los bolsos del abrigo llenos de piedras  

Antes de llegar a Palencia, el capitán salió del compartimento, cruzó el pasillo y entró en el servicio. Allí rezó un padrenuestro y le pidió perdón a Dios por lo que estaba a punto de hacer. Entonces sacó su pistola y se pegó un tiro.
                                                                                                       

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